Yo tenía 5 años. Aprendía a nadar en un mundo feliz, en una alberca enorme rodeada de muros con olas dibujadas, donde se respiraba vapor de caldera y olor a cloro, y con un cristal a través del cual nos veían las mamás. Mi profesor me decía: yo fui Tarzán, ¿no me crees? Yo, con timidez y sin atinar qué decir, lo escudriñaba y sonreía. La imagen que guardaba de aquel huérfano criado por monos no tenía mucho que ver con ese señor canoso de ojos transparentes que nos quitaba el miedo al agua con una tabla de unicel, media llanta de caucho atada a la cintura, paciencia y buen modo.