Un día, mi hijo menor me preguntó acerca de una persona de las Escrituras: “¿Cuántos años tenía cuando murió?” Le respondí “Era muy viejo”. Me dijo, “entonces debe haber sido un buen tipo”. Así debería ser, ¿verdad? Pero muchas veces no lo es. Como reconoce el Maestro en el libro de Eclesiastés: “Todo esto he visto durante mi absurda vida: hombres justos a quienes su justicia los destruye y hombres malvados a quienes su maldad les alarga la vida” (Eclesiastés 7:15). El Maestro sabía que esto no parecía correcto, los “malos” no deberían vivir más que los “buenos”. Sin embargo, sucede todo el tiempo.
El Maestro nos da un poco de tiempo para lidiar con esta injusticia antes de presentar una verdad aún más difícil. “No hay en la tierra nadie tan justo”, afirma, “que haga el bien y nunca peque” (v. 20). Primero, el Maestro señala la injusticia de la vida larga de los malvados y la vida corta de los justos, luego, unos pocos versículos más tarde, nos dice que ninguno de nosotros es realmente justo. Ninguno de nosotros hace lo correcto y nunca peca.
Todos estaríamos de acuerdo en que existen grados de maldad. El adulterio es objetivamente diferente del pecado de la lujuria, sin embargo, Jesús nos dice: “Pero yo digo que cualquiera que mira a una mujer y la codicia ya ha cometido adulterio con ella en el corazón” (Mateo 5:28). Pero el salmista (Salmos 14:2–3) y el apóstol Pablo (Romanos 3:10– 11) hacen eco del hecho de que todos somos pecadores. El pecado habita en nuestros corazones, y el pecado privado e invisible es tan devastador para nuestras almas como los actos externos que generan los malos pensamientos. Ninguno de nosotros es justo.
Ora con nosotros
Señor, ¡en verdad ninguno de nosotros es justo! Nuestra única esperanza ante Ti es la justicia de Cristo que vino a liberar a los cautivos, a proclamar buenas nuevas a los pobres y a liberar a los agobiados. Te entregamos nuestras cargas y desesperaciones.