El talento de Vincent Van Gogh no fue reconocido hasta un año después de su muerte y, sin embargo, hoy en día cualquier persona, aunque no sea entendida en arte, podría reconocer un cuadro suyo. Fue un artista incomprendido y torturado. Quiso seguir los pasos de su padre y decidió estudiar teología, pero suspendió por no saber latín ni griego. Comenzó un largo peregrinaje que le llevó, incluso, a las minas de carbón de Mons, en Bélgica, donde pasó 22 meses evangelizando a los obreros de allí. Aún así, Van Gogh estaba pasando por una gran crisis espiritual que le hizo vagar por Inglaterra, Bélgica y Francia.
En París el artista comienza a cartearse con frecuencia con su hermano Theo, el cual le anima a que se dedique a la pintura y le invita a compartir piso en Montmartre con Tolouse-Lautrec, Émile Bernard y Paul Gauguin, entre otros. Van Gogh poco a poco va encontrando un estilo más personal y definido. Los cielos estrellados son ahora tema que le preocupa. Tal y como señala Juan Ángel López-Manzanares, conservador del Museo Thyssen, Van Gogh combina la alegría y la tristeza, consigue crear un clima de esperanza. Pinta durante la noche con una vela como única fuente de luz que consigue esa característica combinación de colores vivos: de azules nocturnos y amarillos y naranjas más ricos.
El 21 de febrero de 1888 llega a Arlés, al sur de Francia. Seis meses después, el pintor acude una noche a la Plaza del Forum y planta su caballete muy cerca del Café Terrace para retratar su particular visión de aquel cielo estrellado que contrasta con la fachada amarilla vibrante del café. Aquel verano, Van Gogh dedicó su tiempo a pintar la naturaleza de los alrededores de Arlés y convivió, durante un tiempo, con el también pintor Paul Gauguin.